7.7.07

LOS ÓRDENES DEL AMOR EN NUESTRAS RELACIONES


Desde el momento en que entramos en esta vida, pertenecemos a un determinado sistema de relaciones que, con el tiempo, va ampliándose en círculos concéntricos. Siguiendo el orden temporal, éstos son los grupos y relaciones importantes para nuestra supervivencia y nuestro desarrollo, de los que formamos parte a lo largo de nuestra vida, sea forzosamente, sea por libre elección:

· la familia de origen, es decir, nuestro padres y hermanos,
· la red familiar, formada por todos los demás parientes,
· las relaciones libremente elegidas, por ejemplo, las relaciones de amistad,
· la relación de pareja,
· las relaciones con nuestros propios hijos,
· la relación con el mundo como Todo.

Los órdenes del Amor, es decir las condiciones a tener en cuenta para conseguir que el amor en todas nuestras relaciones crezca y prospere sin impedimentos, en lo esencial están predeterminados y sólo se nos revela por los efectos de nuestros actos. Relaciones del mismo tipo, por tanto, siguen a un mismo orden y un mismo patrón, relaciones de diferentes tipos siguen órdenes diferentes. Así, los Órdenes del Amor son distintos para la relación del hijo con sus padres, y distintos para las relaciones en el seno de la red familiar. Son diferentes para la relación de pareja entre hombre y mujer, y diferentes para las relaciones de la pareja, como padres, con sus hijos. Finalmente, aún existen otros órdenes para nuestra relación con el Todo que constituye el fundamento de nuestra existencia, es decir aquello que experimentamos como espiritual o religioso.

En todos nuestros sistema relacionales existe, además, una compleja interacción de necesidades fundamentales. Entre éstas cuentan:

· la necesidad de vinculación,
· la necesidad de mantener un equilibrio entre dar y tomar
· la necesidad de encontrar seguridad en conveniencias sociales que hacen previsibles nuestra relaciones

Experimentamos estas tres necesidades con la vehemencia de reacciones instintivas, percibiendo en ellas fuerzas que favorecen y exigen, impulsan y dirigen, dan felicidad y ponen límites; y, tanto si lo queremos como si no, nos vemos expuestos a su poder que nos obliga a fines que van más allá de nuestros deseos y de nuestro querer consciente. En ellas se refleja y se cumple la necesidad fundamental de todo ser humano de relacionarse íntimamente con sus congéneres.

De manera sensible, percibimos estas fuerzas que velan por nuestras relaciones en los sentimientos de culpa o inocencia respecto a otros, es decir, a través de la conciencia. En los siguientes capítulos se tratarán extensamente las tres necesidades fundamentales a cumplir para conseguir unas relaciones logradas, es decir la vinculación, el equilibrio entre dar y tomar, y el orden, así como el concepto de conciencia, fundamentalmente diferente de lo que comúnmente se entiende como tal.

La vinculación

Así como un árbol no elige el lugar en el que crece, y así como se desarrolla de manera diferente en un campo abierto o en un bosque, y en un valle protegido de otra manera que en una cima expuesta a la intemperie, así un niño se integra en el grupo de origen sin cuestionarlo, adheriéndose a él con una fuerza y una consecuencia únicamente comparables a una fijación.
El niño vive esta vinculación como amor y felicidad, independientemente de si en este grupo podrá desarrollarse favorablemente o no, y sin tener en cuenta quiénes y cómo son sus padres.
El niño sabe que pertenece ahí y este sabe y este vínculo son amor, un amor que yo llamo primitivo o primario. Esta vinculación es tan profunda que el niño incluso está dispuesto a sacrificar su vida y su felicidad por el bien del vínculo.

El equilibrio entre dar y tomar

En todos los sistemas vivos existe una continua compensación de tendencias antagónicas. Es similar a una ley natural. Es decir, la compensación entre tomar y dar no es más que una aplicación a sistemas sociales. La necesidad de un equilibrio entre dar y tomar hace posible el intercambio en los sistemas humanos. Esta interacción se inicia y se mantiene por el hecho de tomar y de dar, regulándose por la necesidad de todos los miembros de un sistema de llegar a un equilibrio justo. En cuanto éste se consigue, una relación puede darse por acabada. Esto ocurre, por ejemplo, si se devuelve exactamante lo mismo que se recibió. Pero también puede reanudarse y continuar la relación, dando y tomando de nuevo.

La felicidad se rige por la cuantía de dar y tomar

La felicidad en una relación depende de la medida en que se toma y se da. Un movimiento reducido sólo trae ganancias reducidas. Cuanto más extenso sea el intercambio, tanto más profunda será la felicidad. Sin embargo, existe una gran desventaja: la vinculación resulta aún más fuerte. El que quiera libertad, tan sólo puede dar y tomar muy poco y tan sólo puede permitir un intercambio muy reducido entre ambas parte.
Es como al andar. Nos paramos si aguantamos el equilibrio, y seguimos avanzando si una u otra vez lo perdemos para después volver a recuperarlo
Un gran movimiento entre tomar y dar viene acompañado de una sensación de alegría y plenitud. Esta felicidad no cae del cielo, se hace. Si el intercambio se realiza a un nivel elevado y es equilibrado, tenemos una sensación de ligereza, de justicia y de paz. De las muchas posibilidades de experimentar la inocencia, ésta es la más liberadora y bella.

Fuente: Felicidad Dual, Bert Hellinguer y su psicoterapia sistémica. Gunthard Weber

8.6.07

¿QUÉ ES LA INTIMIDAD?

La vida tiene que ver con darse a conocer. Todos los días, nos damos a conocer de mil maneras a las personas que nos rodean y al mundo. Todo lo que decimos y hacemos revela algo sobre quiénes somos. Incluso las cosas que no decimos y las que no hacemos les cuentan a los otros algo sobre nosotros. La vida es compartirnos con la humanidad en este momento de la historia.

En las relaciones con los demás, con demasiada frecuencia dedicamos tiempo y energía ocultar nuestro verdadero yo a los otros. Es aquí que encontramos la mayor paradoja que rodea nuestra lucha por la intimidad. Toda la experiencia humana es una búsqueda de armonía entre fuerzas opuestas, y nuestra búsqueda de intimidad no es excepción.

Anhelamos la intimidad pero la evitamos. La necesitamos, pero huimos de ella. En un nivel profundo, percibimos que tenemos una profunda necesidad de intimidad, pero también tememos alcanzarla. ¿Por qué? Evitamos la intimidad porque tener intimidad implica exponer los secretos de nuestros corazones, mentes y almas con otro ser humano imperfecto y frágil. La intimidad exige que le permitamos a otra persona descubrir qué nos moviliza, qué nos inspira, qué nos impulsa, qué nos obsesiona, hacia dónde corremos y de qué huimos, qué enemigos autodestructivos yacen dentro de nosotros y qué sueños locos y maravillosos albergamos en nuestros corazones.

Tener una verdadera intimidad con otra persona significa compartir todos los aspectos de nuestro ser con esa persona. Tenemos que estar dispuestos a quitarnos las máscara y bajar la guardia, a hacer a un lado nuestras poses y compartir lo que nos está moldeando y lo que está dirigiendo nuestra vidas. Este es el mayor don que podemos darle a otro ser humano: permitirle simplemente que nos vea como somos, con nuestras fortalezas y nuestras debilidades, nuestras fallas, nuestros fracasos, nuestros defectos, nuestros talentos, nuestras habilidades, nuestros logros y nuestro potencial.

Realidad versus Ilusión

Las relaciones nos mantienen honestos. Nos dan el espejo necesario para que nos veamos y nos conozcamos a nosotros mismos. Aislados y solos podemos convencernos de cualquier disparate, pero las otras personas nos mantienen en la realidad sacándonos de nuestros mundos imaginarios. Las relaciones nos ayudan a salir de nuestras percepciones engañosas y a entrar en la realidad. Así es que la intimidad es el espejo del ser real. Conversar y relacionarse con una variedad de personas en nuestra vida cotidiana saca a la luz los engaños que a menudo nos inventamos sobre nosotros mismos y en lo que creemos.

¿Por qué tenemos miedo?

El problema es que tenemos miedo. Tenemos miedo de mostrarnos, de compartirnos, de permitir que otros entren en nuestro corazones, nuestra mentes, nuestras almas. Tenemos miedo de ser nosotros mismos. Tenemos miedo de que si se llega a saber realmente cómo somos, no nos quieran. Pero, no podemos ser amados por quien somos si no nos mostramos. Ocultos nunca experimentaremos la intimidad.

Fuente: Los siete niveles de la intimidad, Matthew Kelly

14.5.07

CUIDADO CON LA LLEGADA

It is better to travel hopefully than to arrive, escribe R. L Stevenson citando un sabio adagio japonés. La traducción literal es naturalmente: es mejor viajar lleno de esperanzas, que llegar; y quiere decir que la felicidad está en la salida y no en la meta. Claro está que los japoneses no son los únicos que sienten desazón por la llegada. Laotse ya recomendaba olvidar el trabajo una vez acabado.

También George Bernard Shaw toca este tema en su famoso aforismo, plagiado con frecuencia: “En la vida hay dos tragedias, una es el no cumplimiento de un deseo íntimo; la otra es su cumplimiento.” El seductor de Hermann Hesse suplica a la personificación de sus anhelos: “Defiéndete, mujer hermosa, entesa tu porte. Cautiva, atormenta; pero no me escuches”: pues él sabe “que toda realidad destruye el sueño”.

No tan poético, pero con más detalle, el contemporáneo de Hesse, Alfred Adler, se engolfó en este problema. Su obra, cuyo redescubrimiento llega con retraso, entre otros temas, se ocupa con detalle del estilo de vida del que está en viaje permanente y pone sumo cuidado en no llegar nunca.Una versión muy libre de Adler podrían ser las reglas siguientes para un ejercicio con el futuro: llegar se tiene como señal importante de éxito, poder, reconocimiento y autoaprecio. Lo contrario, fracaso o incluso vida ociosa, se tiene como señal de estupidez, holgazanería, falta de responsabilidad o cobardía. Pero el camino del éxito es penoso, pues uno tiene que empezar por esforzarse y aún así no es seguro que la empresa no acabe mal. Por esto, en vez de emprender una política trivial de “pasos cortos” e imponerse unos objetivos modestos y razonables, se aconseja fijar el objetivo muy alto, que cause admiración.

Mis lectores adivinarían sin dudas las ventajas de está táctica. El afán de Fausto, la búsqueda de la flor azul, la renuncia ascética a las satisfacciones más bajas de la vida, se cotiza mucho en nuestra sociedad y hace palpitar más fuerte los corazones maternales. Y, sobre todo, si el objetivo está lejos, hasta el más tonto comprende que su camino será largo y fatigoso y que los preparativos del viaje serán minuciosos y exigirán mucho tiempo. ¡Qué se atreva uno a criticar que todavía no se haya emprendido la marcha! Con todo, se está menos expuesto a la crítica, si una vez en camino, uno se desvía o ronda en círculo o incluye pausas en la marcha.

Al contrario, extraviarse en el laberinto y naufragar en empresas sobrehumanas ha sido el sino de héroes ejemplares, a cuya luz entonces uno también resplandece un poquito.Pero esto no es todo, ni mucho menos. La llegada a la meta más augusta trae consigo el peligro que es el común denominador de las citas aludidas al principio, esto es, el desasosiego.

El experto de la vida desdichada tiene conocimiento de este peligro, tanto da que tenga o no tenga conciencia clara de ello. La meta todavía no alcanzada –así parece haberlo dispuesto el creador de este mundo- es más apetecible, romántico, trasfigurada como nunca puede serlo la que ya se ha alcanzado. No pretendemos vender gato por liebre: en la luna de miel se acaba la miel antes de lo previsto; al llegar a la ciudad lejana y exótica, el taxista, ya está al acecho para tomarnos el pelo; superar con éxito el examen decisivo es mucho menos impresionante que la invasión complementaria e inesperada de complicaciones y quebraderos de cabeza; y hablar de la serenidad del crepúsculo de la vida después de la jubilación, como se sabe, no es para tanto.

¡Pamplinas!, dirán los más impetuosos, quien se conforma con unos ideales tan delicados y anémicos bien merece que al fin reciba un desengaño. ¿Acaso no se da el amor apasionado que al desahogarse se supera a sí mismo? ¿No se da la ira sagrada que empuja al acto embriagador de la venganza por la injusticia y que instaura de nuevo la justicia en este mundo? ¿Quién puede aquí hablar todavía el “desasosiego” de la llegada?

Lo malo es que, aun con esto, son muy pocos los que consiguen “llegar”. Y si alguien no lo cree, que lea lo que un personaje tan privilegiado como George Orwell dice sobre el tema “la venganza es amarga”. Se trata de unas reflexiones de una honradez tan profunda y de una sabiduría tan reconciliadora, que propiamente no deberían de figurar en un arte de amargarse la vida. Espero que el lector me perdone, si a pesar de ello las menciono, es que vienen muy a propósito de lo que tratamos.En 1945, Orwell, en calidad de corresponsal de guerra, vistió, entre otras cosas, un campamento para criminales de guerra. Allí fue testigo de cómo un joven judío de Viena daba una descomunal patada al pie magullado, hinchado y deforme de un preso que había ocupado un cargo importante en el departamento político de la SS.“Sin duda (el agredido) había tenido campos ce concentración bajo su mando y había ordenado torturar y ahorcar. En pocas palabras, él representaba todo aquello que habíamos combatido durante cinco años...“Es absurdo reprochar a un judío alemán o austriaco que devuelva a los nazis el mal sufrido. Sabe el cielo las cuentas que este joven quería ajustar; es muy probable que toda su familia fuese asesinada; y, al fin y al cabo, hasta un fuerte puntapié a un preso es algo insignificante comparado con los horrores cometidos por el régimen de Hitler. Pero esta escena y muchas otras que vi en Alemania pusieron de manifiesto ante mis ojos que toda esta idea de represalias y castigos es una imaginación pueril.

Propiamente no existe esto que llamamos represalia o venganza. La venganza es algo que uno quisiera realizar cuando y porque uno se siente impotente: tan pronto como se elimina esta sensación de impotencia, desaparece también el deseo de venganza. “¿Quién no habría saltado de alegría en 1940 sólo de pensar que podría ver a oficiales de la SS pisoteados y humillados? Pero cuando ello se ha convertido en posible, su puesta en práctica adquiere un aspecto patético y repugnante.”Y luego, en el mismo ensayo, Orwell cuenta que, pocas horas después de la toma de Stuttgart, entró en la ciudad con un corresponsal belga. El belga -¿quién podría echárselo en cara?- repudiaba a los alemanes con más aspereza que los ingleses o americanos.“... Tuvimos que pasar por puente estrecho de peatones que los alemanes por lo visto habían defendido encarnizadamente. Un soldado caído estaba al pie de la escalera del puente tendido boca arriba. Su rostro tenía un color amarillento de cera...“El belga apartó al vista cuando pasamos a su lado. Casi al final del puente, me confesó que este era el primer muerto que había visto en su vida. Tendría unos treinta y cinco años y había hecho propaganda de guerra cuatro años a través de la radio.”Está única experiencia de “llegada” fue decisiva para el belga. Su actitud frente a los boches cambió de raíz:
“... Cuando se despidió, dio a los alemanes de la casa donde estuvimos alojados, el resto del café que habíamos traído. Seguramente, una semana antes se hubiera escandalizado de pensar que iba a regalar café a un boche. Pero sus sentimientos cambiaron del todo –así me lo dijo- a la vista de aquel pauvre mort al pie de la pasarela: de repente tomó conciencia de la gravedad de la guerra. Si, por casualidad, hubiésemos tomado otro camino para entrar a la ciudad, a lo mejor se habría ahorrado esta experiencia de ver a un único muerto de los –quizás- veinte millones que esta guerra tuvo por resultado.”

Pero volvamos a nuestro tema. Si ni siquiera la venganza es dulce, mucho menos lo será la llegada a la supuesta meta feliz. Por este motivo: cuidado con la llegada.

(Nota Marginal: ¿Por qué cree usted que Thomas More dio a la isla lejana de la felicidad el nombre de Utopía, que significa “en ninguna parte”?)